jueves, 11 de enero de 2024

El mazazo

 

El mazazo

Bacacay 2186. En la esquina con Gavilán, en el barrio de Flores, estaba nuestra casa en Buenos Aires. Era el año 1981, en una tarde calurosa de enero, tal vez era el 10 de enero, quizás era un día como hoy. Podrían darse muchas similitudes entre aquel día y hoy, calor, humedad, sol, en Buenos Aires; pero la realidad es que aquella realidad era muy distinta a la de hoy.

Como muchas tardes de 1981, yo llegaba a mi casa y mi papá estaba allí, recién llegado de su trabajo, me esperaba con el mate cocido. A veces yo traía unas tortillas de alguna panadería vecina a la oficina y las compartíamos con mi mamá y Ricardo también. Mi papá era el especialista en preparar el mate cocido en un jarro. Hervía el agua y le agregaba la yerba, varias cucharadas, para que sea bien verde, como decía él.

Aquella vez vi que en mi taza había algunos palitos de yerba y le pregunté: está colao el mate cocido papá?, está recontra colao, mijo, me respondió. Se me dibuja una sonrisa con solo recordar la pregunta y la respuesta, la misma que esbozó Ricardo al escuchar. Disfrutamos de nuestra merienda y nos contamos las cosas del día. Al terminar, el papá nos dijo: vamos a mirar los trenes. Vamos, le dijimos.

Saliendo del edificio a la izquierda estaba la calle Gavilán, caminando por la vereda, al doblar a la izquierda nos dirigíamos al paso a nivel. La calle llegaba hasta allí, el paso era sólo peatonal. En la estructura de hierro pintada de color negro y amarillo nos apoyábamos a ver el paso de los trenes. Allí pasa el ferrocarril Sarmiento, si viene desde la derecha se dirige a Once; si lo vemos venir desde la izquierda, sabemos que ha salido de Once y va hacia Moreno. Había unos minutos de espera entre el paso de uno y otro tren, en ese lapso yo recordaba que alguna vez habíamos estado parados los tres en el paso a nivel de la Parada del Tiro, mirando pasar el tren que iba hacia o venía de la ciudad.

Mientras los trenes no venían ni iban, llegó al lugar, caminando por el costado de los rieles, como dijera Héctor Tizón, un grupo de 3 ó 4 hombres con ropa de trabajo y con herramientas, mirando fijamente las vías. Eran trabajadores ferroviarios, una cuadrilla de operarios que tendrían que hacer algún arreglo. De pronto uno de ellos, el que llevaba un sombrero de paja de ala ancha, que parecía ser el capataz, se detuvo y los demás lo rodearon.

El piso del cruce peatonal era de cemento que iba desde la estructura de hierro negra y amarilla hasta unos centímetros antes de la vía. Sobre eso pisábamos los que cruzábamos por allí y nos sentíamos seguros de tener el paso firme para realizar la temeraria acción de cruzar los rieles. Sobre el cemento firme estaban parados los operarios de las vías. El capataz de sombrero sacó una tiza de su bolsillo, se agachó y marcó, prolijamente, una cruz en el piso. Aquí dale, le dijo a uno de sus hombres.

Nosotros tres ya no esperábamos los trenes, ahora nuestra atención estaba en esa cruz blanca tan bien trazada en el cemento que ayuda a cruzar los rieles. El grupo se abrió, dejó por un instante de rodear al capataz y quedó un hombre frente a la cruz de tiza con una maza en su mano. Levantó ambas manos con la pesada maza por arriba de su hombro derecho, torció su torso y descargó un envión fuerte hasta que la fuerte almádena, como se le dice en España a la maza, se estrelló sobre la cruz provocando un estrépito que despertó con un salto a los vecinos de la calle Gavilán a esa altura.

El cemento recibió ese golpe de nueve kilos de la maza más la fuerza del hombre que seguramente quería terminar cuanto antes su jornada y estalló en pedazos. Nos hizo cerrar los ojos y tirarnos para atrás porque no esperábamos que la quietud de la tarde se quebrara en tantos pedazos. Un golpe más recibió el piso y otro y otro hasta que el cemento se fue yendo dejando la tierra a la vista.

Soy el único que recuerda el mazazo. Sé de ese esfuerzo, de ese golpe, de ese ruido. Hoy no están los que lo escucharon y vieron conmigo. En cuanto pueda iré de nuevo a ese paso a nivel a sentarme un rato allí. Tal vez pasen los trenes, me fijaré bien si hay algún rastro de la cruz blanca, o de la tierra que saltó con el último pedazo del cemento vencido. Esta vez los vecinos seguirán dormidos en sus siestas. En mi caso, sé que sólo yo, en la tarde de Flores, escucharé y vibraré con el estruendo del mazazo de la ausencia.

 

Julio San Martín, 11 de enero de 2024, en CABA.

 


domingo, 7 de enero de 2024

"La Cortada de Bollini"









La cortada de Bollini
"Contemporáneos del revólver, del rifle y de las misteriosas armas atómicas, contemporáneos de las vastas guerras mundiales, de la guerra del Vietnam y de la del Líbano, sentimos la nostalgia de las modestas y secretas peleas que se dieron aquí hacia mil ochocientos noventaitantos a unos pasos del Hospital Rivadavia. La zona entre los fondos del cementerio y el amarillo paredón de la cárcel se llamó alguna vez la Tierra del Fuego; la gente de aquel arrabal elegía (nos cuentan) esta cortada para los duelos a cuchillo".
"Esto habrá ocurrido una sola vez y luego se diría que fueron muchas. No había testigos, salvo, quizá, algún vigilante curioso que observaría y apreciaría las idas y venidas de los aceros. Un poncho haría de escudo en el brazo izquierdo; el puñal buscaría el vientre o el pecho del otro; si los duelistas eran diestros la contienda podría durar mucho tiempo".
"Sea lo que fuere, es grato estar en esta casa, de noche, bajo los altos cielos rasos, y saber que afuera están las casas bajas que aún quedan, los hoy ausentes conventillos y corralones y las tal vez apócrifas sombras de esa pobre mitología "
Jorge Luis Borges, sobre el Pasaje Bollini, que está en la Ciudad de Buenos Aires, entre las calles Peña y Pacheco de Melo.

 

lunes, 1 de enero de 2024

Oda al primer día del año - Pablo Neruda

 

Oda al primer día del año
Pablo Neruda

Lo distinguimos
como
si fuera
un caballito
diferente de todos
los caballos.
Adornamos
su frente
con una cinta,
le ponemos
al cuello cascabeles colorados,
y a medianoche
vamos a recibirlo
como si fuera
explorador que baja de una estrella.

Como el pan se parece
al pan de ayer,
como un anillo a todos los anillos:
los días
parpadean
claros, tintineante, fugitivos,
y se recuestan en la noche oscura.

Veo el último
día
de este
año
en un ferrocarril, hacia las lluvias
del distante archipiélago morado,
y el hombre
de la máquina,
complicada como un reloj del cielo,
agachando los ojos
a la infinita
pauta de los rieles,
a las brillantes manivelas,
a los veloces vínculos del fuego.

Oh conductor de trenes
desbocados
hacia estaciones
negras de la noche.
Este final
del año
sin mujer y sin hijos,
no es igual al de ayer, al de mañana?
Desde las vías
y las maestranzas
el primer día, la primera aurora
de un año que comienza
tiene el mismo oxidado
color de tren de hierro:
y saludan
los seres del camino,
las vacas, las aldeas,
en el vapor del alba,
sin saber
que se trata
de la puerta del año,
de un día
sacudido
por campanas,
adornado con plumas y claveles,

La tierra
no lo
sabe:
recibirá
este día
dorado, gris, celeste,
lo extenderá en colinas,
lo mojará con
flechas
de
transparente
lluvia,
y luego
lo enrollará
en su tubo,
lo guardará en la sombra.

Así es, pero
pequeña
puerta de la esperanza,
nuevo día del año,
aunque seas igual
como los panes
a todo pan,
te vamos a vivir de otra manera,
te vamos a comer, a florecer,
a esperar.
Te pondremos
como una torta
en nuestra vida,
te encenderemos
como candelabro,
te beberemos
como
si fueras un topacio.

Día
del año
nuevo,
día eléctrico, fresco,
todas
las hojas salen verdes
del
tronco de tu tiempo.

Corónanos
con
agua,
con jazmines
abiertos,
con todos los aromas
desplegados,
sí,
aunque
sólo
seas
un día,
un pobre
día humano,
tu aureola
palpita
sobre tantos
cansados
corazones,
y eres,
oh día
nuevo,
oh nube venidera,
pan nunca visto,
torre
permanente!

Bienvenido 2024 - Feliz año nuevo

 











viernes, 15 de diciembre de 2023

El caminito - Poesía

 

El caminito

I

A eso de las 9 de la mañana,

ella se iba para el mercado

y él se quedaba tomando el mate cocido

 en la mesa de la cocina.

Se escuchaba la escoba

de Doña Marta al barrer

el patio de su casa.

También el canto de los pájaros

en la planta de nísperos

o de limón del fondo de la casa;

atrás las gallinas cacareaban

y él las miraba por la ventana.

Hacía un ejercicio de vista,

una especie de prolongación

de la mirada desde el ras del gallinero

 y subía lentamente mirando

cómo el cerro azul,

a la distancia,

empezaba a tomar altura

y se elevaba imponente hasta

alcanzar las nubes blancas en el cielo,

como había dicho Yeats. 

II

Espérame en el caminito

a eso de las 10 y media,

le dijo la mamá.

Bueno, dijo el niño.

Ya sobre la hora pactada,

el chico salía de su casa

por el portón del pasillo;

saludaba a Don Carmelo

que estaba apoyado en la verja.

Caminaba por la vereda

de Don Rearte, Yunín, Mario López,

la Lola y la Dora, veía el veredón de Carlitos

y cruzaba en diagonal

hasta la vereda de Don Ruperto.

Seguía por ahí hasta la Rivadavia

y cruzaba la calle,

antes de llegar a la esquina

de la Chacabuco, estaba el caminito,

éste era un pequeño sendero

entre la tela de la casa vecina

y los yuyos altos;

era de tierra seca polvorienta

con límites de pasto a los costados.

La habilidad de caminar

por ese caminito

sin ensuciarse mucho las zapatillas

era ir pisando el pasto de los costados,

se daban pasos abiertos y largos;

el chico tenía esa agilidad

para ganar metros casi a los saltos.

Al final del caminito,

ya en la calle Centenario,

la mamá venía

con una bolsa en cada mano;

ella lo veía y se quedaba

parada esperándolo.

El chico llegaba

con sus pasos gigantes

y le agarraba una bolsa;

esa no, decía ella,

tomá esta que no es pesada.

Vamos por la calle,

decía ella y caminaban por la Centenario

hasta la Balcarce y desde allí hasta la casa.

 

III

 

Dejaban todo en la mesa

de la cocina y la mamá decía:

vaya mijo y compre fideos

en Doña Audelina;

¿de cuáles?, preguntaba él.

Entrefinos, decía ella.

Al mediodía,

el chico ya había preparado

 el portafolios para ir a la escuela,

la mesa estaba servida,

ya estaba Ramón

sentado esperando

y la mamá servía la comida:

era un guiso de fideos entrefinos

con ensalada de lechuga y tomate.

Comían los tres, hablaban,

contaban cosas y se reían.

 

IV

 

Hace pocos días,

mi mamá me invitó

a cenar a su casa

y el menú era el mismo guiso de mi niñez,

con la misma ensalada,

con el mismo color

de la vida de aquel entonces,

con el mismo sabor

del universo maravilloso

del reencuentro de la nostalgia

y la realidad,

con el mismo bienestar de la compañía,

con algunas pequeñas diferencias

de la vida que limita a los hombres

y que hacen que el número de comensales

no sea el mismo,

con igual encanto de emoción y respeto.

Ahora soy el hombre sin mate cocido,

sin gallinero,

sin cerros azules,

sin caminito y sin bolsas del mercado,

pero con el mismo guiso de fideos entrefinos

que hacen las manos de la mamá,

como ningunas otras lo harían.

Eso es la unicidad de la vida,

el determinismo del hoy;

el amor por lo que uno tuvo

y que, sobre todas las cosas, 

siempre tendrá.


Julio San Martín