martes, 31 de enero de 2012

Don Atahualpa Yupanqui

Has dicho que nunca fuiste en automóvil a Tafí del Valle, siempre “al montau”. Que te alumbraba la luna en tu largo caminar. Yo te he conocido por los discos que escuchábamos en mi casa, en el Ken Brown; la música fuerte, como siempre nos gustó. Por la ventana de la casa salían las notas de alguna zamba, una chacarera o un gato, y se mezclaban con las hojas verdes que crecen entre las hojas secas, como tu dijiste.

Muchas veces he pensado en la luna de Tucumán como tu símbolo, que es, el emblema de todos los tucumanos.

Atahualpa ha sido tu nombre; mote de gran jefe de las alturas y último gobernante del Imperio incaico. Yupanqui , tu ilustre apellido del folklore, de la tierra, de los cerros y de la luna de Tucumán.


Yo no le canto a la luna
porque alumbra y nada mas,
le canto porque ella sabe
de mi largo caminar.
Ay lunita tucumana
tamborcito calchaquí,
compañera de los gauchos
en las noches de Tafí.
Perdida en las cerrazones
quien sabe vidita
por donde andaré
mas, cuando salga la luna,
cantaré, cantaré.
A mi Tucumán querido
cantaré, cantaré, cantaré.
Con esperanza o con pena
en los campos de Acheral
yo he visto la luna llena
besando el cañaveral.
Si en algo nos parecemos
es en triste soledad
yo no le canto'i cantando
que es mi modo de alumbrar.




 

domingo, 29 de enero de 2012

José Julián Martí Perez


Cultivo una rosa blanca
en julio como enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo una rosa blanca.



Si ves un monte de espumas,
Es mi verso lo que ves:
Mi verso es un monte, y es
Un abanico de plumas.
Mi verso es como un puñal
Que por el puño echa flor:
Mi verso es un surtidor
Que da un agua de coral.
Mi verso es de un verde claro
Y de un carmín encendido:
Mi verso es un ciervo herido
Que busca en el monte amparo.
Mi verso al valiente agrada:
Mi verso, breve y sincero,
Es del vigor del acero
Con que se funde la espada.


En estos poemas de Martí, siento la necesidad de decirlo, encuentro el verano en todo su esplendor. El calor de la estación, como el de la poesía dedicada al color de la flor y al amigo sincero, reúnen los días de sol vigoroso; los días de los encuentros.

En los encuentros se ve el sol que asoma, como detrás de los cerros de Tafí. Brilla a lo lejos pero uno lo siente en la piel. El sol llega a los labios e ilumina; con calor, enero y febrero, llegan fogosos y se esperan. Aquí están. Se han encontrado. Es el verano y la poesía.

jueves, 26 de enero de 2012

Los corazoncitos

En Villa Crespo, cerca de la esquina que ocupaba el ABC, donde tocaba el maestro Pugliese, hay un bar en el cual yo conocí los corazoncitos. Para mí, ése es el lugar que inventó los corazoncitos. Cuando uno pide un café, se lo sirven con dos de ellos: de tipo casero, de una masa esponjosa y suave, especiales como para acompañar algo tan rico como lo es el café.

El corazoncito es, en escencia, algo que me ha enseñado muchas cosas, en mi largo recorrido por los bares y cafés de esta gran ciudad. Por ejemplo, me ha indicado que es también un compañero en esa visita que uno le hace, a veces solitario, a un café. Tal vez en silencio, uno se confiesa frente a ese pocillo de una manera introvertida, sin testigos que puedan escuchar los anhelos, los sueños y hasta los pecados que lo han llevado a buscar esa tenue soledad.

El corazoncito es la compañía del compañero café. Es la dulzura que lucha contra los matices amargos de una silenciosa confesión; pero es también, alegre testigo de charlas de amigos cuando ellos se juntan a compartir un rato de bar.

Aunque muchos no lo sepan, tiene su importancia el corazoncito. Yo lo espero,quiero que venga; no acepto que mi café esté tan solo como yo. Entonces, voy a ese bar de Villa Crespo donde lo conocí y celebro jubiloso, sin que nadie lo sepa, cuando está frente a mí y al trío inseparable que somos con él y el café.

He recorrido bares de muchos barrios y he aprendido extraños secretos "comerciales" de fragosas reglas de mozos que sólo sirven el corazoncito cuando uno le pide el café solo. Es decir, si uno pide también una medialuna, o una tortilla, ya sea alta o chata en Tucumán, no sirven el corazoncito. Ah!!!

En rápida contraofensiva en pos de tener siempre el corazoncito en mi mesa, he ideado un método infalible. Mozo, le digo. Señor?, me dice: un café, por favor. El mozo va y trae el café y el corazoncito. Me sirve y se va. Aquí viene el núcleo del plan, mientras endulzo el café, lo llamo de nuevo y pido la medialuna. No falla nunca, así, somos en ese instante el cuarteto, el café, el corazoncito, la medialuna y yo.

En un bar de Flores el corazoncito es una súper mini pasta frola. Pasta frola miní, diría un guaraní. Asi son los corazoncitos, variados según el barrio. He visto masas secas en el Centro, masas finas en Belgrano, galletitas en Parque Lezama, livianos amaretis en Caballito, cigarritos envueltos rellenos con pasta de almendras en Boedo.

Su inmensidad los hace aparecer en cualquier lugar y ser testimonios de grandes momentos. Como las pequeñas cosas de la vida de un hombre, el corazoncito no puede faltar.


jueves, 19 de enero de 2012

El picnic

El mejor profeta del futuro es el pasado. Lord Byron.

Aquella noche de verano había sido muy calurosa; y aún sin terminar para los ojos de Julio San Martín, pero él y su familia ya estaban levantados. Era el despertar de un domingo de enero, caluroso como todos los que habían pasado y los que estaban por venir.

El punto de reunión era la vereda de la casa del tío Juan, ya habían llegado allí otros parientes y vecinos con sus bolsas; todos listos para salir de picnic. El tío Juan estaba con su gorra de verano; junto a la tía Dora, César y Antonio; y su mirada fija de ojos verdes, observando la esquina.

El tío Juan saludaba a todos los que llegaban, el tío Landi, la Rosa, la Estela, la Anita, la tía Cleofé, el tío Juan María, Juan Ángel, Daniel, la Susana, Francisco, se disponían a pasar un lindo día de fiesta. El tío Juan no dejaba de mirar a la esquina. Estaba esperando que apareciera el camión del Turco Neme, su amigo, para llevarnos al Río Loro.

El tío Juan les dijo a Ricardo, Juan Ángel y Daniel que fueran hasta la esquina de la Balcarce y Reconquista e hicieran señas cuando viniera el transporte. Los tres muchachos se pararon en la vereda del Pelao Tejeda mirando la Reconquista para abajo, para la Sargento Cabral. Hasta que empezaron a gritar y a hacer señas que se aproximaba el camión.

El papá le dijo a Julio San Martín que les ayude a su hermana Alicia y a su mamá a juntar los bolsos y que estuvieran listos para subir. El camión se acercó y en la caja ya venían el tío Felipe, la tía Luisa, Miguel Ángel , la Cristina y Alberto.

Subimos todos. El tío Juan iba en la cabina con el Turco, y partimos. Las primeras luces del día ya le iban ganando la batalla a la noche, y la claridad iba haciendo una huella detrás del camión, que marcaba el camino de la ansiedad, la alegría y el festejo por el día que la familia entera iba a disfrutar.

Julio San Martín no podía ver bien el recorrido porque no era muy alto; su papá lo llevaba de la mano, iban los dos parados. Su hermana y su mamá iban sentadas mirándolos, como los miran hoy, debajo de la silla de su hermana iba la pelota de cuero número cinco de Julio San Martín, la que lo acompañaba a dondequiera que iba; ellas, su mamá y su hermana, veían cómo el viento en sus cabellos era un compañero más en el viaje. Ya pasamos la avenida, dijo el papá; estamos saliendo de Tafí Viejo; ésta es la ruta. El corazón de Julio San Martín latía con toda su fuerza. Le pidió a su papá que lo levantara para ver la ruta.

Miró como el camión se desplazaba ya con el día a cuestas y se acercaba cada vez más al destino final. Río Loro, gritó el tío Felipe. Se abrió la caja del camión y todos saltaron al pasto; la alegría era tan grande que el fresco verdor de aquellas hierbas vecinas del río aún permanece en las zapatillas de Julio San Martín. Es más, se ha pegado a sus pies y las lleva con él.

Noche, espera, camión, familia, tíos, primos, la vereda, la esquina, recorrido, viaje al río; si pudieran volver todos a mi. Si pudiera esperar ese camión en un nuevo amanecer y si viera otra vez la ruta en plena marcha… el sol estaría otra vez en mi vida...


jueves, 12 de enero de 2012

Feliz cumpleaños, José Carlos

Lejos de la escuela de Tafí Viejo, como hubiera podido ser su destino; en sus primeros pasos en la escuela, al comienzo de sus años de estudiante, yo lo escuchaba leer en voz alta  su cuaderno de clase. Yo también estaba leyendo mis materias de la facultad pero interrumpía mi espacio para escuchar lo que él estudiaba.
Eran los días del frío otoño en la calle María Remedios del Valle, cuando ya teníamos un toldo recién hecho que abrigaba más la casa; me encontraba en la cocina y le dije a José Carlos, mi sobrino, si quería que lo ayudara con su tarea.
Me dijo que si y me mostró una lámina de los días de mayo de 1810 cuando se estaba formando el Primer Gobierno Patrio y podían observarse todas las características de la época; más precisamente, las costumbres de la Semana de Mayo.
Se veía el Cabildo, la gente ansiosa por saber de qué se trataba, las vestimentas y oficios de la época. Se veía caminar a la empanadera vendiendo sus empanadas; al aguatero en su carreta con un gran recipiente de agua.
Entonces, él tenía que mirar las fotos y explicar lo que veía. Yo le señalaba cada una de ellas y le hacía una pregunta que él respondía con certeza, mientras su mirada de niño buscaba mi confirmación de la respuesta.
-          ¿Y esta casa amarilla grande, qué es?, le pregunté.
-          El Cabildo, me dijo. Muy bien, le dije y chocamos las manos.
-          ¿Esto que está en la esquina, con una luz adentro?; un farol, me dijo.
-          ¿Esta señora?, la empanadera.
-          ¿Qué vendía la empanadera?
-          Empanadas, me dijo.
-          ¿Y este señor?, el aguatero, me dijo y celebramos la respuesta como alguna vez celebraríamos un gol en la cancha de Boca.
-          ¿Y qué repartía el aguatero?, pregunté preparándome para dar la vuelta olímpica en la cocina por la respuesta que vendría.
-          ¡Empanadas!, me dijo.


Feliz cumpleaños, José Carlos. Un gran abrazo.


Agradezco a Ricardo Lezcano por su asistencia en la ilustración de esta entrada.

martes, 10 de enero de 2012

Gabriela Mistral - (1889 - 1957)

El 10 de enero de 1957 murió en Nueva York Gabriela Mistral, quien obtuviera el primer Premio Nóbel de Literatura, en 1945, otorgado a un autor latinoamericano. Había nacido en Vicuña, Chile, el 7 de abril de 1889.

Vivió su infancia en "su amado pueblo" Montegrande. Contó que una vez, revolviendo papeles, encontró unos versos escritos por su padre, dijo que le habían parecido "muy bonitos", y además escribió: "esos versos de mi padre, los primeros que leí, despertaron en mi la pasión poética"

Así escribió:

Dame la mano

Dame la mano y danzaremos;
dame la mano y me amarás.
Como una sola flor seremos,
como una flor, y nada más.

El mismo verso cantaremos,
al mismo paso bailarás.
Como una espiga ondularemos,
como una espiga, y nada más.

Te llamas Rosa, y yo Esperanza;
pero tu nombre olvidarás,
porque seremos una danza
en la colina y nada más.

lunes, 9 de enero de 2012

"Que se quede el infinito sin estrellas"

Algún día podría darse este pedido del poeta que lo hizo célebre; pero ¿qué pasaría si cada una de las estrellas bajara y se instalara en este nivel de la tierra?

Una novia tendría en sus manos lo que el novio le regaló en algún cumpleaños. Diría; ¿ésto es, brillará ahora en medio de esta luz o, qué bueno, serviría para alumbrarme cada vez más cerca?. Pero no tendré más noches de estrellas junto a mi amor.

Las madres, los padres, los hermanos y hermanas, los amigos que se fueron de esta tierra y que hoy viven en la Constelación Orión formarían una nueva constelación a nuestro lado, después de tanto soñar.

Caminaríamos por las calles consteladas. Unas habrán venido del techo del mar y la gente navegante no tendría qué contemplar ni cómo guiar su proa; irían sin rumbo hacia algún lugar. O este sería el mar sin fin, necesitarían de Orfeo, que haría pentagramas nocturnos con su voz, pero quién sabe si podría darle sus formas y luminosidad.

Vendría hacia nosotros la imagen de Heracles, luchando contra los ligures en su constelación llamada Engonase, que Zeus le ofrendó compadecido por sus lágrimas.

¿Cómo podrían los Reyes Magos encontrar el pesebre con el Niño Divino?
Julio Jordán Benjamín Lezcano
Enero de 1995

Ilustración:  "El cielo nocturno de Punta Mogotes" - Fotografía tomada por mi, en una noche sin estrellas en  enero de 2012. 

martes, 3 de enero de 2012

El cinco de enero

El 3 de enero de 1979 mi papá me trajo el boleto del Estrella del Norte para viajar a Buenos Aires; el viaje era al día siguiente. Me apresuré a avisar a mis vecinos, parientes y amigos porque había poco tiempo para la despedida. Le dije a Doña Marta y a Don Carmelo. Me fui a la avenida, al bar El Ciervo. Estaban los de siempre jugando, entre ellos, mi compañero y amigo Agustín González; cuando le dije que al día siguiente me iría a vivir en Buenos Aires, me dijo: dentro de dos semanas vas a estar de vuelta.

Ya con la valija lista, me fui al fondo de la casa a mirar el patio, la tapia, el gallinero y atrás, arriba, alto, azul, el cerro. Les dije adios a todos. Salí de mi casa y saludé a Doña Marta que estaba esperándome en la vereda, saludé a Don Rearte, a la madre de Yunín y al llegar a la esquina, entré en la casa de Carlos González; allí estaba toda su familia y nos saludamos, todos me desearon suerte.

Llegamos a la parada del ómnibus en la iglesia, en la punta de la avenida, desde allí la miré, la vereda derecha del cine Metro que tantas veces caminé cuando iba hacia el centro; la platabanda que estaba firme como siempre y marcando el medio de la avenida; la vereda izquierda, la del cine Alberdi, que era el obligado regreso a la casa. Saludé a la avenida con un nudo en la garganta.

Ya en la estación del Mitre, el tren estaba listo y mi papá, sabio de estos viajes, subió al coche donde estaba mi asiento y acomodó mi valija. Ella, mi novia de antes, mi amiga de ese tiempo había ido a despedirme. Los miré por la ventanilla cuando el tren se puso en marcha y había comenzado a irme. Lágrimas teníamos los tres, mi papá, ostensible como siempre, ella recatada tras su anteojos oscuros con la suave brisa moviéndole el pelo y yo, alejándome cada vez más por la fuerza del viaje, los veía parados, quietos y tristes en el andén. El único que estaba en movimiento era yo, pero en el movimiento del trayecto, de la despedida y de la ida sin saber del regreso.

Mis tres compañeros de viaje eran amigos entre ellos, decían que iban a buscar trabajo, que les habían dicho que en Buenos Aires se conseguía lo que en Tucumán era casi imposible: un trabajo, un lugar para aprender o para hacer lo que uno sabe, donde a uno le paguen por eso; para que pueda vivir, ayudar a su familia y a superarse en estos comienzos de la vida de adultos.

A la hora de la cena, yo abrí mi paquete con un pollo hervido que me había preparado mi mamá. Vi que ellos no tenían algo preparado para comer; les ofrecí compartir el pollo; uno de ellos sacó, envuelto en un repasador, un bollo. Hicimos una mesa común y comimos pollo con bollo. El tren paró en una estación escondida en la noche y uno de los changos se bajó y volvió con un vino tinto y una Fanta. Nunca olvidaré aquella cena en tránsito hacia la gran ciudad.

Al día siguiente, el tren entró en Retiro. La estación del Mitre era inmensa a los ojos de los changos de Tucumán que empezaban a ver la ciudad. Había mucha gente esperando el tren; me asomé y vi, a los lejos, a mi tío Mauricio, con saco y corbata, como siempre. Ya en suelo porteño lo abracé y me abrazó con la felicidad del reencuentro. Mi papá había hablado con él y por eso me estaba esperando para llevarme a su casa.

Ese abrazo en mi primer instante en esta ciudad ha sido como el aquel de despedida que le diera a mi viejo en Tucumán. Estar aquí con mi tío Mauricio era el comienzo de una nueva vida. El me ofreció ese desafío con su sonrisa; sin decírmelo me invitó a empezar en la lucha. Sus manos firmes me dieron el divino impulso del comienzo. Era el cinco de enero de mil novecientos setenta y nueve y yo empezaba a vivir el futuro.

Aquel futuro que había soñado mi mamá ya estaba en marcha. Ya estaba yo en Buenos Aires, pleno de vida, con veintiún años de edad y las fuerzas intactas. Allí empecé a vivir la vida de la ciudad. El destino marcó en mi vida que el día cinco de enero sería de vital importancia para mi.

Años después, el cinco de enero de mil novecientos noventa nació mi hijo.



Julio San Martín
3 de enero de 2012