Julio San Martín se paraba cerca de Ramón que iba cortando los yuyos con su filoso machete. Ramón tenía en su mano derecha la herramienta y en la izquierda un palo, que cuidaba con mucho celo, casi tan largo como el machete y que en la punta terminaba en una especie de horqueta invertida que servía para enganchar los yuyos, torcerlos hasta el piso y pegarle el corte justo en la base. El golpe del machete pegaba preciso en el objetivo donde empezaba el yuyo y la tierra; ésta se levantaba y hacía una pequeña nube de polvo al ras del piso.
Ahí venía la tarea del ayudante del cortador de yuyos, con el rastrillo tenía que hacer un “montón” y arrastrarlo hasta un punto del fondo donde no entorpeciera el camino del cortador Ramón.
Eran las cuatro de la tarde de un día de febrero; el sol estaba áspero y fuerte. Ramón tenía el sombrero puesto y Julio San Martín su gorrita.
Avanzaba el paso de los limpiadores del fondo; a la derecha, junto a la tela, estaban las cañas.
Jota, decía Ramón, dame la pala de punta. Julio San Martín corría hasta el limón donde estaban apoyadas las palas, la de punta y la ancha. Volvía a donde estaba Ramón, caminando agarrando la pala con sus dos manos, la derecha en la empuñadura y la izquierda del medio del mango.
Ramón se había arremangado la camisa verde de Grafa, agarraba la pala y empezaba a picar alrededor de las cañas. Julio San Martín se sentaba bajo la sombra del níspero, con la espalda en la tela de Doña Marta y miraba muy atento a su tío por si necesitaba algo.
Ramón apoyaba la pala en la tierra, con su pie derecho la empujaba hacia abajo. El botín de Ramón, caminante duro del suelo taficeño, era el empuje del trabajo. La tierra era seca costaba entrarle, el cuerpo de Ramón tenía secuelas de su enfermedad, pero la fuerza del empeño y el sombrero que lo protegía del sol eran el símbolo del trabajo que le gustaba a Julio San Martín.
Ya el fondo se iba terminando, el rastrillo de Julio San Martín había ordenado los montones de yuyos y hojas secas de cañas. Ramón le dijo que trajera el tacho de la basura y que pusiera allí los montones de yuyos. Entre los dos agarraron el tacho y lo arrastraron hasta la vereda por el pasillo. Volvieron al fondo limpio, se sentaron a la sombra del limón apoyados en la tela del gallinero. Miraron todo lo que habían hecho, el piso sin yuyos, las cañas limpias, listas para regarlas a la oración.
El sol empezaba a caer, venía la hora del atardecer, lo recibían la gorra de Julio San Martín y el sombrero de Ramón.
Ramón, Julio, dijo mi mamá, vengan a tomar el mate cocido…
Julio San Martín, 15 de febrero de 2012 en CABA.