El mazazo
Bacacay 2186. En la esquina con Gavilán, en el barrio de Flores, estaba nuestra casa en Buenos Aires. Era el año 1981, en una tarde calurosa de enero, tal vez era el 10 de enero, quizás era un día como hoy. Podrían darse muchas similitudes entre aquel día y hoy, calor, humedad, sol, en Buenos Aires; pero la realidad es que aquella realidad era muy distinta a la de hoy.
Como muchas tardes de 1981, yo llegaba a mi casa y mi papá estaba allí, recién llegado de su trabajo, me esperaba con el mate cocido. A veces yo traía unas tortillas de alguna panadería vecina a la oficina y las compartíamos con mi mamá y Ricardo también. Mi papá era el especialista en preparar el mate cocido en un jarro. Hervía el agua y le agregaba la yerba, varias cucharadas, para que sea bien verde, como decía él.
Aquella vez vi que en mi taza había algunos palitos de yerba y le pregunté: está colao el mate cocido papá?, está recontra colao, mijo, me respondió. Se me dibuja una sonrisa con solo recordar la pregunta y la respuesta, la misma que esbozó Ricardo al escuchar. Disfrutamos de nuestra merienda y nos contamos las cosas del día. Al terminar, el papá nos dijo: vamos a mirar los trenes. Vamos, le dijimos.
Saliendo del edificio a la izquierda estaba la calle Gavilán, caminando por la vereda, al doblar a la izquierda nos dirigíamos al paso a nivel. La calle llegaba hasta allí, el paso era sólo peatonal. En la estructura de hierro pintada de color negro y amarillo nos apoyábamos a ver el paso de los trenes. Allí pasa el ferrocarril Sarmiento, si viene desde la derecha se dirige a Once; si lo vemos venir desde la izquierda, sabemos que ha salido de Once y va hacia Moreno. Había unos minutos de espera entre el paso de uno y otro tren, en ese lapso yo recordaba que alguna vez habíamos estado parados los tres en el paso a nivel de la Parada del Tiro, mirando pasar el tren que iba hacia o venía de la ciudad.
Mientras los trenes no venían ni iban, llegó al lugar, caminando por el costado de los rieles, como dijera Héctor Tizón, un grupo de 3 ó 4 hombres con ropa de trabajo y con herramientas, mirando fijamente las vías. Eran trabajadores ferroviarios, una cuadrilla de operarios que tendrían que hacer algún arreglo. De pronto uno de ellos, el que llevaba un sombrero de paja de ala ancha, que parecía ser el capataz, se detuvo y los demás lo rodearon.
El piso del cruce peatonal era de cemento que iba desde la estructura de hierro negra y amarilla hasta unos centímetros antes de la vía. Sobre eso pisábamos los que cruzábamos por allí y nos sentíamos seguros de tener el paso firme para realizar la temeraria acción de cruzar los rieles. Sobre el cemento firme estaban parados los operarios de las vías. El capataz de sombrero sacó una tiza de su bolsillo, se agachó y marcó, prolijamente, una cruz en el piso. Aquí dale, le dijo a uno de sus hombres.
Nosotros tres ya no esperábamos los trenes, ahora nuestra atención estaba en esa cruz blanca tan bien trazada en el cemento que ayuda a cruzar los rieles. El grupo se abrió, dejó por un instante de rodear al capataz y quedó un hombre frente a la cruz de tiza con una maza en su mano. Levantó ambas manos con la pesada maza por arriba de su hombro derecho, torció su torso y descargó un envión fuerte hasta que la fuerte almádena, como se le dice en España a la maza, se estrelló sobre la cruz provocando un estrépito que despertó con un salto a los vecinos de la calle Gavilán a esa altura.
El cemento recibió ese golpe de nueve kilos de la maza más la fuerza del hombre que seguramente quería terminar cuanto antes su jornada y estalló en pedazos. Nos hizo cerrar los ojos y tirarnos para atrás porque no esperábamos que la quietud de la tarde se quebrara en tantos pedazos. Un golpe más recibió el piso y otro y otro hasta que el cemento se fue yendo dejando la tierra a la vista.
Soy el único que recuerda el mazazo. Sé de ese esfuerzo, de ese golpe, de ese ruido. Hoy no están los que lo escucharon y vieron conmigo. En cuanto pueda iré de nuevo a ese paso a nivel a sentarme un rato allí. Tal vez pasen los trenes, me fijaré bien si hay algún rastro de la cruz blanca, o de la tierra que saltó con el último pedazo del cemento vencido. Esta vez los vecinos seguirán dormidos en sus siestas. En mi caso, sé que sólo yo, en la tarde de Flores, escucharé y vibraré con el estruendo del mazazo de la ausencia.
Julio San Martín, 11 de enero de 2024, en CABA.