En los últimos días estuve estudiando
una materia para rendir en el posgrado de Tributación que estoy haciendo. Fiel
a mi costumbre de leer en voz alta (es el método más apropiado para mí para
entender y captar todos los detalles del párrafo) pasé un buen lapso frente al
libro y la Ley de Impuesto a las Ganancias, como así también con resoluciones,
dictámenes y jurisprudencia.
Pero lo anecdótico del tiempo de
estudio ha sido el recuerdo que me invadió otra vez y me llevó a mi época de
estudiante en mi casa de Tafí. Uno es el hoy y el ayer. A pleno sol de la
tranquila mañana taficeña me sentaba en el patio de atrás y hacía que las hojas
de la parra hicieran sombra sobre lo que me aprestaba a leer.
Así veía el texto con total claridad,
hasta las palabras se hacían más expresivas y, con el sonido de mi voz, el
texto leído iba grabándose en mi mente con conceptos que aún hoy están
presentes.
A medida que avanzaba el tema, con la
lectura que iba prolongándose, me paraba y empezaba a caminar siempre leyendo en voz alta. Me
dirigía al fondo trazando un camino no marcado que iba paralelo a la tela de
doña Marta. En mi marcha estudiosa, levantaba una pierna para sortear las
begonias y los malvones, luego la otra pierna todo en armonía sin perder una
línea del párrafo que iba estudiándose.
Ahí venía el níspero con su fresca
sombra, me hacía agachar la cabeza para esquivar sus hojas duras y verdes como
el color del rocío, si lo tuviera. Dejado atrás el níspero, había una planta de
granada y una de rosas, aquí hacía un paso hacia la derecha, como en el tango,
y me desplazaba hacia la soga con la ropa tendida.
El paso firme del estudiante en vivo
llegaba al gallinero. Con una mirada hacía un rápido inventario de las
gallinas, algunas con las alas recién cortadas, y del gallo. El viejo lavatorio
con aguas para ellos, el resto del maíz esparcido por el piso y la planta de
matos. Miraba si había quedado algún huevo por recoger y empezaba de nuevo la
lectura que, por unos instantes se había suspendido.
Iniciaba ya un viaje de regreso por
el otro costado del fondo. La planta de limón, alta, esbelta, verde y fresca me
hacía suave sombra. La tapia nueva, recientemente construida, con ladrillos
rojos y restos del olor todavía al cemento de la mezcla. El horno de barro me veía pasar metido en el texto de la
lección de aquel día. Sabía de mí el horno, porque yo era el ayudante de mi
papá cuando lo prendía.
Yo lo ayudaba a meter la leña para encender el fuego y
después él me mandaba a buscar afatas para hacer una escoba y barrer las
brasas.
Luego estaba de vuelta en mi lugar de
inicio con el texto trasmitido por completo a mi mente y feliz por el paseo
sabroso e interno del fondo de mi casa, siempre con la custodia segura y serena
de los cerros vecinos.
Hoy estoy aquí, en otro ámbito; gracias
a la sombra de la hoja de parra, a las begonias y los malvones, al níspero, a
la granada y las rosas, a la ropa tendida de la soga, al gallinero, al limón, a
la tapia nueva y al horno de barro y a mi patio, hoy estudio los altos niveles
de la tributación.
Ahí estaba yo, en mis comienzos, junto
al patio, al gallinero, los cerros azules y el cielo dueño de mi casa.
Ahora aquí estoy; sólo yo.
Julio San Martín
Buenos Aires, 27 de octubre de 2014