El tres de
enero
El 3 de enero de 1979 mi papá me trajo el boleto del Estrella del Norte
para viajar a Buenos Aires; el viaje era al día siguiente. Me apresuré a avisar
a mis vecinos, parientes y amigos porque había poco tiempo para la despedida.
Le dije a Doña Marta y a Don Carmelo. Me fui a la avenida, al bar El Ciervo.
Estaban los de siempre jugando, entre ellos, mi compañero y amigo Agustín
González; cuando le dije que al día siguiente me iría a vivir en Buenos Aires,
me dijo: dentro de dos semanas vas a estar de vuelta.
Ya con la valija lista, me fui al fondo de la casa a mirar el patio, la
tapia, el gallinero y atrás, arriba, alto, azul, el cerro. Les dije adiós a
todos. Salí de mi casa y saludé a Doña Marta que estaba esperándome en la
vereda, saludé a Don Rearte, a la madre de Yunín y al llegar a la esquina,
entré en la casa de Carlos González; allí estaba toda su familia y nos
saludamos, todos me desearon suerte.
Llegamos a la parada del ómnibus en la iglesia, en la punta de la
avenida, desde allí la miré, la vereda derecha del cine Metro que tantas veces
caminé cuando iba hacia el centro; la platabanda que estaba firme como siempre
y marcando el medio de la avenida; la vereda izquierda, la del cine Alberdi,
que era el obligado regreso a la casa. Saludé a la avenida con un nudo en la
garganta.
Ya en la estación del Mitre, el tren estaba listo y mi papá, sabio de estos
viajes, subió al coche donde estaba mi asiento y acomodó mi valija. Ella, mi
novia de antes, mi amiga de ese tiempo había ido a despedirme. Los miré por la
ventanilla cuando el tren se puso en marcha y había comenzado a irme. Lágrimas
teníamos los tres, mi papá, ostensible como siempre, ella recatada tras sus anteojos oscuros con la suave brisa moviéndole el pelo y yo, alejándome cada vez
más por la fuerza del viaje, los veía parados, quietos y tristes en el andén.
El único que estaba en movimiento era yo, pero en el movimiento del trayecto,
de la despedida y de la ida sin saber del regreso.
Mis tres compañeros de viaje eran amigos entre ellos, decían que iban a buscar
trabajo, que les habían dicho que en Buenos Aires se conseguía lo que en
Tucumán era casi imposible: un trabajo, un lugar para aprender o para hacer lo
que uno sabe, donde a uno le paguen por eso; para que pueda vivir, ayudar a su
familia y a superarse en estos comienzos de la vida de adultos.
A la hora de la cena, yo abrí mi paquete con un pollo hervido que me había
preparado mi mamá. Vi que ellos no tenían algo preparado para comer; les ofrecí
compartir el pollo; uno de ellos sacó, envuelto en un repasador, un bollo.
Hicimos una mesa común y comimos pollo con bollo. El tren paró en una estación
escondida en la noche y uno de los changos se bajó y volvió con un vino tinto y
una Fanta. Nunca olvidaré aquella cena en tránsito hacia la gran ciudad.
Al día siguiente, el tren entró en Retiro. La estación del Mitre era inmensa a
los ojos de los changos de Tucumán que empezaban a ver la ciudad. Había mucha
gente esperando el tren; me asomé y vi, a los lejos, a mi tío Mauricio, con
saco y corbata, como siempre. Ya en suelo porteño lo abracé y me abrazó con la
felicidad del reencuentro. Mi papá había hablado con él y por eso me estaba
esperando para llevarme a su casa.
Ese abrazo en mi primer instante en esta ciudad ha sido como el aquel de
despedida que le diera a mi viejo en Tucumán. Estar aquí con mi tío Mauricio
era el comienzo de una nueva vida. El me ofreció ese desafío con su sonrisa;
sin decírmelo me invitó a empezar en la lucha. Sus manos firmes me dieron el
divino impulso del comienzo. Era el cinco de enero de mil novecientos setenta y
nueve y yo empezaba a vivir el futuro.
Aquel futuro que había soñado mi mamá ya estaba en marcha. Ya estaba yo en
Buenos Aires, pleno de vida, con veintiún años de edad y las fuerzas intactas.
Allí empecé a vivir la vida de la ciudad. El destino marcó en mi vida que el
día cinco de enero sería de vital importancia para mí.
Años después, el cinco de enero de mil novecientos noventa nació mi hijo.
Julio San Martín
3 de enero de 2012