Me acuerdo que cuando San Martín ascendió a primera la última
vez, jugó su primer partido de visitante contra Independiente en Avellaneda;
perdió uno a cero con un gol sobre el final del partido. Se dijo aquella vez
que el Santo debía acostumbrarse a que en ese momento estaba jugando en primera
división y que debía estar muy concentrado hasta el final del partido. Un
descuido de la defensa lo había hecho perder aquellos puntos.
Creo que algo así pasó ayer entre River y Boca; si bien Boca
no ganó, lo que hizo sobre el final fue mostrarle a River que ahora el equipo
de Núñez está en primera división. En diez o doce minutos, estando dos a cero
abajo, demostró que es Boca y que nunca está muerto, como dijo el Pochi Chávez.
Precisamente dijo: “nosotros somos Boca y que nunca nos den por muertos”.
Muy bien el Pochi. Schiavi, por su parte, dijo que está agradecido con su padre
porque lo hizo hincha de Boca; y que estaba muy emocionado porque a sus treinta
y nueve años jugó el partido de “esos que
me gusta a mí jugar”.
Yendo al fútbol, por el lado de Boca estuvo ausente de total
ausencia, mientras estuvo abajo en el marcador. Cuando se fue a buscar un gol,
encontró un penal y lo convirtió Silva. Estuvo a punto de sufrir el tres a uno
pero un error del centro delantero de ellos, aunque en este fútbol de hoy, ya
no se llama así, le permitió hacer un ataque y buscar el empate.
Paredes, el que Riquelme nombró como su sucesor, la llevó
mirando todo el panorama del área rival sin que nadie lo molestara. Se perfiló
para la derecha, la pisó, encaró para la izquierda, enganchó para el otro lado,
miró de nuevo a quién darla; a mi me dio la impresión de que Juan Román
Riquelme le iba dictando la jugada; el chico Paredes le hizo caso a Román y se
la dio a Lautaro Acosta, abierto en la derecha.
Mientras todo esto ocurría, Erviti se fue hacia el área como
si fuera un nueve más. Se paró a la par de Botinelli y esperó el centro.
Acosta, escuchó la voz del Guille, y le pegó fuerte hacia el centro del área de
la defensa inexperta. Erviti hizo un paso atrás y lo desacomodó (lo tiró a la
mierda, se diría en La Ciudadela) al seis de ellos. Silva saltó y la quiso
parar en el pecho. No pudo, pero la pelota rebotó y le quedó a Erviti como para
patear un penal de sobre pique. Llegó antes que el arquero y marcó el empate.
Ahí vi que los colores de River eran los mismos que los de
San Martín, presos de la desazón. Los colores de Boca, el azul oscuro y el
amarillo que resalta, son los colores de la lucha, de empatar peleando. Cuando
Erviti estaba caído gritando el gol, llegó por atrás Silva corriendo con fuerza
de guerra como si hubiera que agarrar algún rebote. Pero no había nada que
agarrar y patear; la pelota, que tanto se le había negado a Boca a lo largo del
partido, ya estaba dormida en la red; pero se despertó de golpe por el grito de
alegría y la fiesta del pueblo xeneize. Ese que lucha y lucha, ese que no da un
partido por perdido. Ese que quiere a Boca y ese que sabe que Boca nunca baja
los brazos.
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