sábado, 8 de junio de 2013

La última visita





Habían sido vecinos casi toda la vida. Cada uno de ellos tenía su familia. Por la tela del fondo de sus casas habían compartido todos los momentos que les había tocado vivir. Los años fueron pasando, las familias agrandándose, la tía y el vecino fueron entrando en la ancianidad pero no dejaban de verse.
En la vereda en las noches de verano, cada uno de ellos con su silla sentado mirando las estrellas, a veces hablaba de sus cosas, dialogaban con sus hijos y sus vecinos. También se encontraban en el almacén de don Ruperto. Siempre había oportunidad  para que aquellos vecinos se vieran y se contaran sus cosas, siempre con el trascendental respeto entre ellos.
Como era la gente de antes, la que tenía ese valor arraigado en su sangre. El tiempo siguió su vertiginoso transcurso y las familias comenzaron a hacerse más pequeñas. Los hijos tuvieron sus hijos, sus casas nuevas, sus esposos se fueron al cielo y los eternos vecinos siempre fieles a sus costumbres.
La tía se mudó de casa, el vecino se quedó sin ella, viudo y solo con la visita de sus hijos. La tía estaba sola en su casa grande y espaciosa. Vinieron las enfermedades. Aquellas de las grandes, esas que hacen correr el tiempo en cuenta regresiva. Cada uno en su casa padeció su malestar y supo llevar adelante ese misterio que es el cuerpo enfermo y la soledad.  El vecino empeoró en su salud y supo que sus días iban apagándose. Ya le costaba salir. Ella en su casa tenía algo parecido y estaba lejana.
El vecino, sabiéndose partir, le pidió a su hijo que lo llevara a ver a la tía. Y así se hizo. El hijo llevó a su padre enfermo, elegante, vestido de traje a visitar a quien tanto extrañaba. Ella les abrió la puerta y los hizo pasar. El hijo le dijo: mi papá quería venir a visitarla. Ella preparó té para los tres y se sentaron a la mesa. Las miradas estaban enfermas y cansadas, pero volvieron a tener el brillo de un amanecer. Aquel día, el pueblo, otrora ferroviario, tuvo dos soles nacientes.  Los ojos alegres de la tía y la mirada juvenil y relajada del vecino.
 Julio San Martín
CABA, 8 de junio de 2013



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