Habían sido vecinos casi toda la vida. Cada uno de
ellos tenía su familia. Por la tela del fondo de sus casas habían compartido
todos los momentos que les había tocado vivir. Los años fueron pasando, las
familias agrandándose, la tía y el vecino fueron entrando en la ancianidad pero
no dejaban de verse.
En la vereda en las noches de verano, cada uno de ellos
con su silla sentado mirando las estrellas, a veces hablaba de sus cosas,
dialogaban con sus hijos y sus vecinos. También se encontraban en el almacén de
don Ruperto. Siempre había oportunidad
para que aquellos vecinos se vieran y se contaran sus cosas, siempre con
el trascendental respeto entre ellos.
Como era la gente de antes, la que tenía ese valor
arraigado en su sangre. El tiempo siguió su vertiginoso transcurso y las
familias comenzaron a hacerse más pequeñas. Los hijos tuvieron sus hijos, sus
casas nuevas, sus esposos se fueron al cielo y los eternos vecinos siempre
fieles a sus costumbres.
La tía se mudó de casa, el vecino se quedó sin ella, viudo
y solo con la visita de sus hijos. La tía estaba sola en su casa grande y
espaciosa. Vinieron las enfermedades. Aquellas de las grandes, esas que hacen correr
el tiempo en cuenta regresiva. Cada uno en su casa padeció su malestar y supo
llevar adelante ese misterio que es el cuerpo enfermo y la soledad. El vecino empeoró en su salud y supo que sus
días iban apagándose. Ya le costaba salir. Ella en su casa tenía algo parecido
y estaba lejana.
El vecino, sabiéndose partir, le pidió a su hijo que lo
llevara a ver a la tía. Y así se hizo. El hijo llevó a su padre enfermo,
elegante, vestido de traje a visitar a quien tanto extrañaba. Ella les abrió la
puerta y los hizo pasar. El hijo le dijo: mi papá quería venir a visitarla.
Ella preparó té para los tres y se sentaron a la mesa. Las miradas estaban
enfermas y cansadas, pero volvieron a tener el brillo de un amanecer. Aquel
día, el pueblo, otrora ferroviario, tuvo dos soles nacientes. Los ojos alegres de la tía y la mirada
juvenil y relajada del vecino.
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