Habrase visto cómo llegó a su
casa. Tarde en la noche su mirada estaba cansada. Leyó la carta que estaba en
la mesa de la cocina. Me voy, le
decía ella. No te aguanto más,
continuaba. Yo tampoco, pensó; y se fue a acostar.
Siempre le había costado dormirse.
Daba vueltas en la cama y el sueño no le venía. Sentía que tenía acelerado el
corazón. ¿Por qué habrá sido? Por ansiedad, tal vez; o por tristeza, o por
miedo. Siempre que estaba solo en esa casa grande sentía miedo. Todos le
preguntaban por qué tenía miedo y él no sabía qué contestar. Solo decía que
tenía miedo.
De pronto, se levantó con sed,
había dormido un poco y sentía la boca seca. Extrañó el “adónde vas” que le preguntaba ella cuando él se levantaba. Igual
contestó: “a la avenida”, como le
decía siempre. Volvió a acostarse.
Vio que se le venía encima la
cerrazón, sintió que no podía avanzar por el camino. Le costaba mucho caminar
cuesta arriba pero lo hacía lentamente. Se encontró solo en medio de la nube
con el cerro a su derecha y el gran valle a su izquierda; caminó unos pasos con
sus piernas pesadas, casi no veía, pero iba para adelante igual. Era una noche
blanca que lo abrazaba.
Vino un viento frío y seco; él
salió del medio de la calle y se acercó al pie del cerro. Caminó con mayor
cuidado porque había piedras y troncos. De pronto sintió que alguien le
agarraba su mano. Quiso soltarse pero no pudo, la mano que lo agarraba era
firme. Otra vez el viento frío y seco al momento que una voz le preguntó: ¿adónde vas?
Se asustó mucho y se despertó con
el corazón agitado. Encendió la luz, miró la habitación, la lámpara encendida,
la cortina que se movía por la suave brisa que entraba tímidamente. Respiró
hondo, acomodó la almohada y apagó la luz.
En la oscuridad, escuchó la misma
voz del cerro, fría y seca, que le dijo:¿no
vas a la avenida?
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