Su mirada
en una nube
- El espacio propio
En su esperado tiempo de
vacaciones decidió que debía tener un espacio solo para él en cualquier momento
de cada día. Creó su propio sitio en horas de la mañana cuando salía a
caminar. Desde la avenida hasta el Faro
sería su autonomía; entonces emprendió su caminata diaria bordeando la costa;
miraba el mar de reojo porque sentía que lo acompañaba; hacía unos pasos y
pensaba que las olas querían alcanzarlo y subirían por la costa hasta él. El
sol también era su compañero, a veces las nubes grises también. Nunca lo dejó
el viento, ése sí que siempre estuvo.
Como un homenaje eterno a su tío
Ramón él nunca regresa por el mismo camino por el que fue. Por eso su retorno
desde el Faro lo hacía por las calles interiores del barrio. En ese camino de
vuelta, encontró una cafetería; estaba dentro de un hotel, el Arenas del Sur.
Para él fue una alegría encontrar ese lugar, porque uno de sus principales
gustos, es tomar un café en cualquier bar.
Encontró un pequeño espacio con cuatro
mesas y la recepción del hotel. Se sentó el primer día y ella se acercó y le
preguntó qué iba a tomar; un café le dijo él. Enseguida se lo preparo, le dijo
la mujer. La miró preparar el café y todos los pasos que hacía hasta que se lo
trajo a la mesa. Ella se veía muy amable y atenta con los clientes del bar.
Había otras personas a quienes también atendía ella, no solo en el bar, sino en
la recepción también.
Él leía el diario y escucha la
voz de ella. De firme tono al dirigirse a los huéspedes y de rigurosa
amabilidad eran sus pasos, también de elegancia y buena presencia, como si se
paseara luciendo vestidos en cualquier local de la calle Güemes.
Así pasaron los días de caminatas
de idas y vueltas, de diario y café en la cafetería de bella atención; cruzaron
algunas palabras en diálogos muy cortos; supo él que ella vive en la zona del
Puerto y que muy temprano a la mañana se dirige a su trabajo. Un día ella
estuvo muy atareada y no lo atendió, él tomó un agua de la heladera y aquel día
leyó sin su café. Ella le dijo, hoy lo dejé solo, quiere un café ahora?; no
dijo él, está bien, ya me voy; bueno dijo ella, mañana le invito un café.
- Inmensamente feliz
Al día siguiente, la misma rutina
veraniega. Caminó igual por la costa hasta el faro, miró el horizonte, el mar
inmenso que imaginó tocando las costas de Portugal, recordando los versos de
Pessoa cuando dijo, oh mar, cuántas
lágrimas de Portugal hay en tu sal.
Tomó una fotografía para hacer
eterno ese momento en que el sol estaba y no estaba, cuando las nubes parecían
olas muy altas por su cresta espumosa.
Pensó que el cielo y el mar eran uno solo, no sólo lo pensó, lo vio así.
El agua fría de la heladera y
ella que prepara el café. Él lo saborea, lee el diario y llega la hora de irse.
Le pide la cuenta y ella le cobra sólo el agua; tengo también un café, dice él;
ayer le dije que yo le invitaba el café; gracias, le dice él. Bueno, dice él,
será hasta el próximo verano, ya se va?, dice ella; sí le dice él; y por hablar
un segundo más con ella, le pide una tarjeta del hotel; no tengo, dice ella,
llegan esta tarde; cuándo se va, pregunta ella. Mañana a la mañana, dice él.
Pase antes por aquí, le dice ella. La saluda y se va.
En la paciente rutina del trabajo, en la tarde que caía él
quiso despejarse un poco y miró las fotos de sus vacaciones; pasó una a una las
de los días de playa, de las noches con amigos, de las comidas y los dulces;
las tenía ordenadas cronológicamente, así recordó los instantes de felicidad
por los encuentros con los viejos amigos de siempre.
Hasta que llegó a las del último
día, las que le recordaban su último paseo por la zona del El Faro; vio la foto
del inmenso mar con las olas de espuma y las nubes de cresta blanca que
parecían juntarse en un vaivén paradisíaco. En ese cielo espumante de nubes
blancas, en el cielo de “cuando las nubes
blancas estaban en el cielo”, como dijera Yeats,; en esa unión de mar y
cielo se le presentó nítida la mirada de ella, la chica que había conocido en esos días. Cuando había tomado la fotografía estaba solo, con el paisaje a la vista y nadie más; ahora en el recuerdo de aquella mañana, también estaba ella, con sus dulces ojos color de mar.
En la soledad de su oficina,
sintió que ella lo acompañaba. Su mirada era tan suave, fresca y profunda que él la sentía
ahí, enfrente suyo, junto a las nubes blancas del cielo, techo del mar. Qué
cosas que tiene mi vida, pensó; un café y una mirada pura más linda que
cualquier aire del mar, no son simples cosas, son hechos que podrían venir del
amor o actos que podrían ir hacia el amor; en fin, son aires de sol y mar que
me han llegado y que me han hecho inmensamente feliz.
Julio Jordán
Benjamín Lezcano
Mar del
Plata, Buenos Aires, 23 de enero de 2015.
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