A una cuadra de la cancha de
Boca, donde uno tiene que esperar tenso los últimos minutos antes de
entrar a ver el partido; allí donde la
ansiedad gana terreno y el hincha siente que ya debe estar adentro, casi no se
encuentra un lugar donde tomar un café.
Mi recorrido hacia el estadio
comienza cerca del Parque Lezama. Con el caminar apurado se pueden encontrar
algunos lugares donde se podría tomar un café; como el bar que está enfrente
del Hospital Argerich, pero no lo recomiendo. Hay en una esquina un Bar y
Restaurant donde también se podría ir; pero tampoco está en mi lista de
sugerencias; antes de eso está la estación de servicios de YPF, pero el día del
partido esta estación es como la que está en medio de la Ruta 2 en Dolores y se siente como si fuera el día de recambio de la
temporada de Mar del Plata, en los buenos tiempos, no ahora. Unas cuadras
más adelante tenemos el café Paris, casi como el Bar del Turco en la película
Un Oso Rojo, de Julio Chavez, pero es igual al de la película; sólo falta Rene
Lavan.
Hace un tiempo, en la esquina de
Pérez Galdós y Almirante Brown estaba La Farola de la Boca; hoy el modelo
económico imperante se la ha cargado y ahora hay okupas que cada tanto salen en
la tele cuando están por ser desalojados. Ya llegamos a la calle Pinzón y
tenemos que doblar a la derecha; a esta
altura, se han terminado los bares; si uno tiene ganas de saborear el cafeto,
tendrá que esperar a ingresar al Templo del Fútbol.
Sin embargo, un buen buscador de
café, como sería el “Google” de los reductos cafeteros, busca y encuentra. Y
así lo hice; recorrí los kioscos de las inmediaciones y, en medio de los
muchachos que piden birra, vino, tetra y porrón, empecé a preguntar si
preparaban café. En algunos lugares me
dijeron “no” con sólo mirarme; en otros me respondieron mirándome como
si yo fuera un AVATAR.
Hasta que di con el lugar
acertado. Un pequeño kiosco que está en la ventana de una casa; tiene una reja
marrón y un cartel que dice “no se venden cigarrillos”, como educando a la
parcialidad boquense. Una señora muy atenta me atendió y respondió
afirmativamente a mi pregunta que, a esa altura, ya iba con pocas pilas, con
dejo de bajón.
-
Lo quiere sólo o cortado, pregunta la señora.
-
Solo, respondo.
-
Con crema, pregunta.
-
No, solo, respondo.
-
Con azúcar o edulcorante, sigue el cuestionario
básico de la venta de un café.
-
Edulcorante.
-
Ahora se lo traigo, dice ella.
Miro a mí alrededor; hay gente
que camina hacia Brandsen, otros con rumbo Casa Amarilla; la Boca es así, mucha
gente por todos lados y todos caminan para lugares distintos. Cada uno sabe muy bien adónde va.
-
Aquí está su cafecito.
-
¿Cuánto es?
-
Seis pesos.
-
Bárbaro, gracias.
Agarro el vasito y veo que el
café está en movimiento, hace círculos; es como que la señora lo traía
revolviendo para entregármelo. Qué buen café, pensé; qué aroma, sentí. Miré los
círculos que hacía cada vuelta del café y vi que en medio de los círculos
concéntricos que se formaban en cada giro, había dos cositas verdes
chiquititas. Seguí con la vista esas cositas estudiándolas para saber qué eran.
No lo logré en movimiento; cuando el café se detuvo, como yo también lo había
hecho (me había parado en la esquina mirando fijamente el vasito), me di cuenta
de que las cositas verdes eran pedacitos de hojitas de perejil.
Me hubiera gustado estar en esa
esquina con Funes, el memorioso protagonista del cuento de Borges; el que había
aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués y el latín; es
posible que él, con su memoria sin pensamiento, hubiera encontrado la
explicación a las hojitas de perejil dentro del pocillo, dando vueltas
desenfrenadas hasta converger en un punto: el medio.
Tal vez, la cucharita que la
atenta señora utilizó para revolver antes había servido para “emplatar” alguna
comida con perejil picado; o quizás, sea ése el toque de distinción del café
que se encuentra donde no hay bares que sirvan café.
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