A pocos días de cumplirse los 30 años desde que voté por primera vez en mi vida, hoy 27 de octubre tuve la satisfacción de participar, otra vez, del principal acto cívico de la vida democrática. En efecto, el 30 de octubre de 1983, fui a votar en un colegio del barrio de Flores. Aquella era la oportunidad única de los argentinos para expresarse a través del voto luego de la historia que todos conocemos, algunos más, otros menos.
Lo notable de aquello y que hoy no puede repetirse era la compañía de mi viejo en la lectura de los padrones, la búsqueda de la mesa, el número de orden, de la mesa y el abrazo a la salida por haber compartido ese momento. Después, vendría la alegría por la victoria, el festejo y la esperanza por la nueva vida que empezaba. Al final, después vino todo lo que vino.
Hoy, fui solo a votar. Y extrañé a mi viejo, pero para mitigar esa pena, hice de cuenta que estaba conmigo; me acompañó su figura en la imaginación; juntos buscamos nuestros lugares, lo ayudé a subir la escalera hasta el segundo piso del colegio de la calle Guise; esperamos un rato, recordamos alguna anécdota del taller ferroviario de Tafí; me contó de algún partido de Mitre; de alguno de sus viajes a Embarcación en Salta.
Me hicieron pasar, mostré mi documento, pasé al cuarto oscuro, elegí mi voto, fui a la urna, firmé el nuevo papel troquelado y saludé; salí del aula que era de 3° A; bajé la escalera, solo, llegué a la puerta, miré para ambos lados, en la esquina de la derecha, que imaginé la que sube al cerro, estaba él y me saludó de lejos. Dobló la esquina y otra vez quedé solo.
No importa quien celebre hoy; ojalá sea el mejor; yo ya he ganado porque he tenido al mejor en mis recuerdos.