Esta es una pequeña historia de grandes soledades. Tiene que ver con el futbol y ahí está la primera paradoja. ¿Tiene el fútbol alguna relación con la soledad?; yo pienso que sí; al responder afirmativamente no pienso en el delantero único que alinea un equipo sin enganche, o en el líbero al que le tocan los delanteros rivales cuando los dos stoppers se fueron a buscar el resultado.
Pienso en la soledad del individuo que no tiene a quien contarle un partido o cuando se lo cuenta a alguien y a éste no le interesa el relato. Esa soledad si es propia del futbol, es decir, la soledad del que gusta del juego, pero que no tiene interlocutor. Para eso está la escritura, el relato, la especie de cuento que ayuda al hombre a compartir sus vivencias; el futbol es una vivencia, es un valor que uno adquiere en cada partido que ve. Por eso lo quiere contar; porque ¿qué sería de la vida si un hombre no contara sus vivencias? Transmitir lo que uno siente y ser escuchado es un momento de felicidad; hasta eso da el futbol; la alegría de un pase, el júbilo de una buena jugada y la algarabía de un gol. También el resultado es la felicidad. Este deporte tan lindo que te lleva del éxtasis a la agonía en cuestión de minutos, tiene también soledad. Por eso me propongo relatar esta vivencia.
El domingo pasado, cerca del mediodía empecé a ver el partido que jugaron en Sunchales, Santa Fe, Unión contra Patronato de Paraná, Entre Ríos. El partido se jugó por el Torneo Argentino A, la tercera división del futbol argentino. El horario del partido marca lo duro que es este campeonato; se jugaba al futbol al mediodía del domingo en una ciudad campestre de Santa Fe, hoy por hoy ubicada en la región de sequía y calor absoluto del mapa climático del país.
Vi desde que los jugadores salían a la cancha para disputar el segundo tiempo del partido que iba, hasta entonces, cero a cero. Los locales, de camiseta verde y blanca a bastones, esperaban en el círculo central, ansiosos, el comienzo. Vi al 10, Cristian Zárate, uno de los hombres del victorioso San Martín de Tucumán cuando luchaba por el ascenso a los planos más altos del futbol nacional. Sentí la primera soledad en la mente de Zárate. Pocos hinchas lo estaban viendo si comparamos con aquellas jornadas calientes de La Ciudadela. Pensé en que esa cancha había sido pisada por Aldo Visconti, el hoy goleador santo. Pensé también en Aldo, que tal vez estaba siguiendo este partido desde Tucumán, solo, recordando sus goles en el césped de Sunchales.
Salió a la cancha el equipo entrerriano, con camiseta negra y roja a bastones, una especie del Milan del litoral. Recordé de inmediato que allí juega ahora el gran Patrón Juan Monge, el noble defensor de San Martín que jugó todos los campeonatos que ganó el santo en su ascenso; fue el que hizo el primer gol de San Martín en primera; y jugó aquel inolvidable partido contra Racing en Avellaneda donde ganamos dos a uno. Pero el Patrón no estaba en este equipo. Quizás lo estaría viendo desde algún lugar, sintiéndose solo por no estar al lado de sus compañeros. El director técnico de este equipo es el Tigre Amaya, el temible (para los rivales) nueve de San Martín que supo levantar las redes de cuanto arco se le haya cruzado en su camino de gol.
El calor era abrasador, la pelota iba de un arco a otro, el cero no se rompía. El esfuerzo era cada vez mayor; el arquero de Patronato salió porque estaba mareado. Hasta que llegó el minuto treinta siete; Carucha Muller la llevó hacia el área sunchalense y se la dio al once, Jara; éste entró al área por el carril del ocho, la frenó, enganchó hacia adentro y le dio un zurdazo que sacudió el techo de piolines, gol. Todos los jugadores se abrazaron junto con los suplentes. El Tigre Amaya apretó sus puños mirando al horizonte, como buscando algún abrazo para él; pero, solo, vivió el corto momento de alegría para empezar a ordenar a sus dirigidos.
De inmediato, el ocho de Unión se fue en diagonal hacia afuera encabezando un avance, el tres de los rojinegros lo cruzó con un zurdazo a la altura de la rodilla; una sola tarjeta, la más dura, y el tres afuera. Preocupación en la cara del Tigre. Una jugada más de la furia de Sunchales y queda un tiro libre desde la izquierda de su ataque cerca del corner; lo tira Zárate a media altura con comba hacia adentro, se queda parada la defensa de Patronato y el seis la empuja; uno a uno a los cuarenta y dos minutos. Se enfurecen las camisetas verdes y blancas, otro avance que quiere ser profundo, el dos, que reemplaza al Patrón, lo levanta al que trae la pelota y queda un tiro libre como para Gallardo. Va el cinco de Unión; un uruguayo de dos apellidos le pega como el once de River y la manda bien adentro, golazo. Victoria de los santafecinos.
Los jugadores se abrazan y saltan en el festejo, los otros se juntan y se lamentan, solos, mirando la tristeza de los hinchas que vieron que se les ha ido el partido. El Tigre palmea a sus pollos y vuelve a mirar al horizonte. Ahí leo su mirada de soledad: tal vez La Ciudadela nos hubiera ayudado.
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