sábado, 25 de agosto de 2012
El peluquero
Domingo Leal ha sido mi primer peluquero. Ramón me llevaba a la casa de Domingo y a los dos nos cortaba el pelo. Primero a mi tío, mientras yo estaba sentado en un banco de madera mirando como le cortaba. Era un patio de tierra, con una silla bajo la sombra de una parra, bajo el sol y el cielo azul de Tafí, en la casa al pie del cerro.
Había gallinas que andaban por ahí, un perro, un gato, nosotros y María, la señora de Domingo. Yo había ido al casamiento de ellos en Vipos. Ella hacía las cosas de la casa; estaba en la cocina. Me preguntaba si quería tomar el mate cocido antes o después del corte. Después le decía yo. Domingo y Ramón hablaban y se reían.
Cuando me tocaba a mí, me sentaba en esa silla; Domingo empezaba la tarea, me preguntaba cómo iba en la escuela y de que cuadro era: de Mitre y de Boca, le decía yo. Él era de Juventud y de River, todo lo contrario. Yo no veía la hora de que terminara de cortarme para tomar el mate cocido. Ya la María estaba poniedo la mesa para la merienda cuando el sol empezaba a caer; el manto de la tarde parecía bajar del cerro y esa sombra gigantesca que caminaba hacia abajo por la San Juan iba envolviendo el patio y la casa.
La mesa de la merienda tenía un hule a cuadros. María, Domingo y Ramón tomaban mate en bombilla; para mí habían servido mate cocido en un jarro amarillo con el borde verde y una cuchara grande metida en el jarro; había una azucarera y un plato con tortillas chatas. Que placer. Que lindo revolver el mate cocido bien verde oscuro con la cucharada de azúcar blanca como las nubes que nos habían acompañado a la casa peluquería de Domingo.
Así de simple era una tarde de peluquería para mi; así de profunda ha sido la enseñanza que me dejaron María, Ramón, Domingo con su tijera y su espejo.
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