Faltan dos horas para que empiece
el partido. Deja el auto en Jean Degaré y Balcarce. Camina por la avenida hacia
El Bajo, llega a la esquina con la Avenida Paseo Colón, espera el 152 para
ganar tiempo y llegar antes a Pinzón y Zolezzi donde está el primer control de
Boca, donde hay que pasar “con el
carnecito en la mano” y dejarse cachear por la cana. Si uno llega sobre la hora, allí tiene que
meterse en el scrum de los socios de Boca y empujar corriendo el riesgo de
recibir algún palo de la Infantería.
Por eso el apuro de tomar el
colectivo. Viene el 152, se acerca en medio del “río de vehículos”, como dijera Borges en “Delia Elena San Marco”,
le hace señas, el bus para casi pasando la parada, de adentro salen manos,
brazos, banderas y gritos de la 12. Él va a subir igual; pero la puerta no se
abre, mira la del medio que está abierta. Ve que el chofer le hace señas de que
abra la puerta con la mano, lo hace, unos tipos de adentro le ayudan a abrir y
sube.
“Señores yo soy de Boca desde la cuna…”; “River compadre….”; “Boca no
tiene papá…” son las letras de las canciones que ensordecen en el interior del
colectivo; hay cantos, gritos, risas, malas palabras, gestos de lo peor, golpes
con la palma de la mano a las ventanillas, al techo, a las puertas. Hay vino también
que circula como si fuera un mate, de mano en mano y de boca en boca, hay olor
a vino tinto, hay colores azul y amarillo en gorros, camperas, camisetas,
pantalones, vinchas, pulseras; hay también miedo.
La gente que ha tomado ese
colectivo sin saber que en Retiro iban a subir los muchachos permanece inmóvil
con la mirada fija hacia el frente, esperando llegar pronto. Hay una parada
inmediatamente después del Parque Lezama; el colectivo hace stop, el chofer le
dice a un hombre que está cerca de la puerta que le abra a la chica que quiere
subir. El hombre lo hace y la chica sube, se le transforma la cara cuando ve el
fondo del colectivo; ahora hay también humo de fasos. El chofer le dice al
hombre que él no puede abrir la puerta porque desde atrás le cortaron el
sistema de aire y se le anularon sus controles.
Hay más gritos y cantos
amenazantes hacia las gallinas, los cuervos y los rojos; llega la parada
del campito de Casa Amarilla, estos se bajan aquí, piensa él y así ocurre. Empiezan a bajarse a los empujones los barras
al grito de “vamo a quemar el gallinero…”;
el chofer pone en marcha el bus, “pará
puto”, grita uno que estaba juntando en una botella cortada lo que había
quedado en las botellas y cajas de vino, de cerveza que dejaron los otros al
bajar; se estaba armando una especie de la tan mentada “jarra loca” que hoy
impera en la descontrolada sociedad nocturna de esta democracia que nada lo ve
y que todo lo deja hacer.
A él le quedó la intriga de cómo
el chofer pierde el control de las puertas cuando viajan los que nunca hicieron
amistades. Pregunta y el chofer le dice, “es
que accionan la perilla de la salida de
emergencia y eso me deja sin control el aire de las puertas”; él mira el
botón rojo de emergencia que está sobre la puerta del medio; “ése es”, dice el chofer mirándolo por el
espejo. ¿Lo puede apretar?, pregunta
el chofer. Él mira alrededor y ve las caras aliviadas de todos los que habían
compartido el temeroso viaje con la barra.
Mira bien, por si quedó alguno agazapado por ahí. No hay ninguno de esos
personajes; se va caminando agarrándose de los caños amarillos y aprieta el
botón. El chofer acciona el mecanismo y la puerta se cierra.
“El otro también, por favor”, le dice el chofer, “el que está al fondo arriba de la puerta de
atrás”. Él siente un frío en la espalda pero ya es como si fuera el
responsable de que las puertas se cierren. Camina hasta el fondo y lo hace. El
chofer lo mira por el espejo y levanta su pulgar; él camina hacia delante y ve
que está llegando a la parada de Brandsen; se tiene que bajar. Para el
colectivo, se abre la puerta, lo mira al chofer que está más relajado y
sonriente. Él le dice chau con la mano, el chofer lo mira por el espejo, le
dice: “chau y gracias señor”.
Él se baja y se encuentra con
otro grupo que viene cruzando la calle con el grito al unísono de “Como me voy a olvidar, gayina…”; él
acelera un poco el paso y dobla hacia la izquierda por la calle Pinzón. Toma
aire y piensa: ya estoy cerca.
Camina unos pasos con su corazón
acelerado y recapacita: ¿a qué me estoy acercando?
¿Es ese el "inconsciente colectivo"?
ResponderEliminarEs más fácil acercarse que intentar alejarse... Se está rodeado.
Muy buen relato.
Gracias, amigo Blackmamba. Así es el camino a la cancha. En Nueva York metieron en cana a un tipo que andaba pateando tachos de basura en una calle céntrica. Estuvo cuarenta días adentro. Nosotros viajamos quince cuadras sin saber si vamos a llegar...
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