jueves, 25 de agosto de 2022

El caminito

 

A eso de las 9 de la mañana, ella se iba para el mercado y él se quedaba tomando el mate cocido en la mesa de la cocina. Se escuchaba la escoba de Doña Marta al barrer el patio de su casa. También el canto de los pájaros en la planta de nísperos o de limón del fondo de la casa; atrás las gallinas cacareaban y él las miraba por la ventana.

Hacía un ejercicio de vista, una especie de prolongación de la mirada desde el ras del gallinero y subía lentamente mirando cómo el cerro azul, a la distancia, empezaba a tomar altura y se elevaba imponente hasta alcanzar las nubes blancas en el cielo, como había dicho Yeats. 

-          Espérame en el caminito a eso de las 10 y media, le dijo la mamá.

-          Bueno, dijo el niño.

Ya sobre la hora pactada, el chico salía de su casa por el portón del pasillo; saludaba a Don Carmelo que estaba apoyado en la verja. Caminaba por la vereda de Don Rearte, Yunín, Mario López, la Lola y la Dora, veía el veredón de Carlitos y cruzaba en diagonal hasta la vereda de Don Ruperto.

Seguía por ahí hasta la Rivadavia y cruzaba la calle, antes de llegar a la esquina de la Chacabuco, estaba el caminito, éste era un pequeño sendero entre la tela de la casa vecina y los yuyos altos; era de tierra seca polvorienta con límites de pasto a los costados. La habilidad de caminar por ese caminito sin ensuciarse mucho las zapatillas era ir pisando el pasto de los costados, se daban pasos abiertos y largos; el chico tenía esa agilidad para ganar metros casi a los saltos.

Al final del caminito, ya en la calle Centenario, la mamá venía con una bolsa en cada mano; ella lo veía y se quedaba parada esperándolo. El chico llegaba con sus pasos gigantes y le agarraba una bolsa; esa no, decía ella, tomá esta que no es pesada. Vamos por la calle, decía ella y caminaban por la Centenario hasta la Balcarce y desde allí hasta la casa.

Dejaban todo en la mesa de la cocina y la mamá decía: vaya mijo y compre fideos en Doña Audelina; ¿de cuáles?, preguntaba él. Entrefinos, decía ella.

Al mediodía, el chico ya había preparado el portafolio para ir a la escuela, la mesa estaba servida, ya estaba Ramón sentado esperando y la mamá servía la comida: era un guiso de fideos entrefinos con ensalada de lechuga y tomate. Comían los tres, hablaban, contaban cosas y se reían.

Hace pocos días, mi mamá me invitó a cenar a su casa y el menú era el mismo guiso de mi niñez, con la misma ensalada, con el mismo color de la vida de aquel entonces, con el mismo sabor del universo maravilloso del reencuentro de la nostalgia y la realidad, con el mismo bienestar de la compañía, con algunas pequeñas diferencias de la vida que limita a los hombres y que hacen que el número de comensales no sea el mismo, con igual encanto de emoción y respeto.

Ahora soy el hombre sin mate cocido, sin gallinero, sin cerros azules, sin caminito y sin bolsas del mercado, pero con el mismo guiso de fideos entrefinos que hacen las manos de la mamá, como ningunas otras lo harían. Eso es la unicidad de la vida, el determinismo del hoy; el amor por lo que uno tuvo y que, sobre todas las cosas, siempre tendrá.

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