A eso de las 9 de la mañana, ella
se iba para el mercado y él se quedaba tomando el mate cocido en la mesa de la
cocina. Se escuchaba la escoba de Doña Marta al barrer el patio de su casa.
También el canto de los pájaros en la planta de nísperos o de limón del fondo
de la casa; atrás las gallinas cacareaban y él las miraba por la ventana.
Hacía un ejercicio de vista, una
especie de prolongación de la mirada desde el ras del gallinero y subía
lentamente mirando cómo el cerro azul, a la distancia, empezaba a tomar altura
y se elevaba imponente hasta alcanzar las nubes blancas en el cielo, como había
dicho Yeats.
-
Espérame en el caminito a eso de las 10 y media,
le dijo la mamá.
-
Bueno, dijo el niño.
Ya sobre la hora pactada, el
chico salía de su casa por el portón del pasillo; saludaba a Don Carmelo que
estaba apoyado en la verja. Caminaba por la vereda de Don Rearte, Yunín, Mario
López, la Lola y la Dora, veía el veredón de Carlitos y cruzaba en diagonal
hasta la vereda de Don Ruperto.
Seguía por ahí hasta la Rivadavia
y cruzaba la calle, antes de llegar a la esquina de la Chacabuco, estaba el
caminito, éste era un pequeño sendero entre la tela de la casa vecina y los
yuyos altos; era de tierra seca polvorienta con límites de pasto a los
costados. La habilidad de caminar por ese caminito sin ensuciarse mucho las
zapatillas era ir pisando el pasto de los costados, se daban pasos abiertos y
largos; el chico tenía esa agilidad para ganar metros casi a los saltos.
Al final del caminito, ya en la
calle Centenario, la mamá venía con una bolsa en cada mano; ella lo veía y se
quedaba parada esperándolo. El chico llegaba con sus pasos gigantes y le
agarraba una bolsa; esa no, decía ella, tomá esta que no es pesada. Vamos por
la calle, decía ella y caminaban por la Centenario hasta la Balcarce y desde
allí hasta la casa.
Dejaban todo en la mesa de la
cocina y la mamá decía: vaya mijo y compre fideos en Doña Audelina; ¿de
cuáles?, preguntaba él. Entrefinos, decía ella.
Al mediodía, el chico ya había
preparado el portafolio para ir a la escuela, la mesa estaba servida, ya estaba
Ramón sentado esperando y la mamá servía la comida: era un guiso de fideos
entrefinos con ensalada de lechuga y tomate. Comían los tres, hablaban,
contaban cosas y se reían.
Hace pocos días, mi mamá me
invitó a cenar a su casa y el menú era el mismo guiso de mi niñez, con la misma
ensalada, con el mismo color de la vida de aquel entonces, con el mismo sabor
del universo maravilloso del reencuentro de la nostalgia y la realidad, con el
mismo bienestar de la compañía, con algunas pequeñas diferencias de la vida que
limita a los hombres y que hacen que el número de comensales no sea el mismo,
con igual encanto de emoción y respeto.
Ahora soy el hombre sin mate
cocido, sin gallinero, sin cerros azules, sin caminito y sin bolsas del
mercado, pero con el mismo guiso de fideos entrefinos que hacen las manos de la
mamá, como ningunas otras lo harían. Eso es la unicidad de la vida, el
determinismo del hoy; el amor por lo que uno tuvo y que, sobre todas las cosas,
siempre tendrá.
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